Tarde otoñal. Un cielo gris plomizo, cubierto de siniestros nubarrones, amenaza descargar sus iras en forma de aguacero sobre los escasos paseantes que, desafiando el tiempo, nos atrevemos a salir a la calle buscando un poco de la naturaleza que ya nos va quedando asfixiada por los gigantes de cemento de la ciudad. Mis pasos, nostálgicos después de tantos años de ausencia, se dirigen al pequeño río donde tantas veces jugaba de pequeña, donde en su entorno bucólico transcurrió mi infancia feliz. Laberinto de cañaverales crecían en sus orillas. Algún sauce llorón que, al vernos jugar traviesos y alegres escondiéndonos entre sus lánguidas ramas, olvidaba sus penas y reía también con nosotros. Majestuosos olmos, que nuestra imaginación convertía en gigantes encantados, se oían ulular al viento. En primavera, cientos de renacuajos nadaban entre sus aguas y hacían las delicias de los niños con sus nerviosos y rápidos movimientos de incipientes nadadores. Y cientos, miles, de florecillas silvestres que cubrían las orillas como un festón florido. Todo ello, bajo la sinfonía inacabada del trinar de alegres pájaros o el canto de confiadas cigarras.
Y, en medio del camino, un airoso arbolito, amigo preferido de mis juegos infantiles, que con los años se convirtió en un hermoso árbol de copa armoniosa, fuerte y recio tronco, al cual solía abrazarme sintiendo que su alma vegetal me transmitía todo el amor que las plantas guardan en su interior. A su lado transcurrió mi infancia, mi adolescencia. Y al llegar mi juventud, una clara mañana de abril, bajo su sombra amiga, me enamoré. En su tronco quedaron grabados nuestros nombres, como una promesa de amor entre aquel ser amado, primer amor y yo, teniendo por testigo nuestro árbol que, al mover alborozado sus hojas al viento, parecía ser tan feliz como nosotros y compartir nuestra dicha.
El tiempo, dictador implacable, fue transcurriendo y la vida me llevó de un sitio a otro lejos de aquel lugar donde fui tan feliz.
En mi vagar a través de los años visité numerosos países, casi todos exóticos, que siempre han ejercido sobre mí gran atracción. Conocí variedad de culturas. Admiré maravillosas obras de arte, bellos monumentos. Traté gentes de diferentes razas y credos… Y de todos los lugares donde estuve conservo bellos recuerdos y me traje un extenso bagaje de experiencias, especialmente humanas, ya que el trato con mis semejantes de otras latitudes me enseñó que los seres humanos tienen los mismos sentimientos en cualquier lugar del mundo.
Y un día, al regresar ya en mi etapa otoñal, después de tan largo periplo a través de los años, repasando nostálgica mi vida, retorné a la época lejana de mi infancia y al pequeño río donde ella transcurrió. ¿Qué sería de aquel árbol, querido compañero de tiempos tan pretéritos? De repente, sentí la necesidad de volver allí de nuevo y, como impulsada por dos fuerzas que tiraban de mí, el recuerdo y el deseo, encaminé mis pasos, en una tarde otoñal, cielo gris y plomizo… buscando el riachuelo y aquel mítico árbol de mi vida.
Al ir acercándome sentí que el corazón, emocionado, latía fuertemente como si en el pecho tuviera un reloj que diese marcha atrás al tiempo. Y allí estaban. ¡Mi pequeño río! ¡Los álamos ululando al viento! ¡El laberíntico cañaveral! ¡Los sauces llorando sus eternas penas! Todo seguía igual en aquel rincón de la naturaleza… menos mi árbol.
En su lugar, un agrietado y seco muñón apenas sobresalía de la tierra, triste recuerdo de lo que un día fue bella criatura de la naturaleza, testigo de nuestra felicidad y de aquel perdido amor de juventud.
Alguien, paseante curioso, al verme contemplar ensimismada aquel resto de lo que antaño fue hermoso adorno vegetal, comentó indiferente: Lo cortaron por viejo… Ya estaba muy enfermo…
Con el ánimo triste, desanduve mis pasos dejando atrás aquel rincón perdido en el tiempo, convencida de que el viejo árbol murió de tristeza al no tener ya a nadie a su alrededor que acompañara sus horas solitarias ni oír aquellas risas infantiles que tanta vida y savia nueva le infundieran. Y un día, perdido el deseo de vivir, sus viejas ramas colgaron exánimes y su cansado corazón dejó para siempre de latir.
Carmen Carrasco
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