El jardín de mi infancia

Es primavera. Los árboles ya se han cubierto enteramente de pequeñas hojitas de un verde tierno, tímido, diría yo. El cálido sol y unas gotas de lluvia han hecho brotar infinidad de florecillas silvestres por los paseos. Esas flores humildes que pasan desapercibidas y que encierran una gran belleza en miniatura si te inclinas a mirarlas. Me encanta pasear en las mañanas radiantes de luz mirando la hermosura de la naturaleza y disfrutando del don que se nos ha hecho.

Y de pronto, me viene a la memoria el pequeño jardín de mi casa donde tanto jugué cuando era niña y donde tantas veces dejaba volar mi fantasía soñando con hadas y princesas e hilvanando historias que, a veces, llegaba a creerme.

Era un jardín como de cuentos, con su altísima parra, que jamás nos dio frutos, pese a los mimos y cuidados que le prodigábamos. Años después, al tener que vender nuestro chalet, con pena, por trasladarnos a otra ciudad, nos enteramos que al nuevo propietario le dio unas magníficas uvas. Creo, sinceramente, que fue una parra bastante ingrata.

También tenía malvalocas de variados colores. Unas rojas como de terciopelo, otras de un rosa fucsia, otras pálidas, casi transparentes, pero todas bonitas luciendo erguidas en sus tallos. Entre ellas crecían unos lirios silvestres de un tono morado vivísimo. Nunca los he vuelto a ver tan preciosos. Quizás es que los tengo mitificados como todo lo de mi niñez.

A ambos lados del jardín había dos pequeñas palmeras, mi árbol preferido, que siempre servían de fondo cuando nos alguien nos visitaba y se le hacía la “foto del recuerdo”. Eran dos ejemplares preciosos, aunque yo les tenía miedo al acercarme porque siempre acababa pinchándome con sus hojas.

Otro árbol curioso que teníamos era un ricino, cuajado de vistosos frutos rojos, que era el protagonista absoluto del jardín. Yo solía subirme a él y me sentaba en la bifurcación de dos de sus ramas, y así me pasaba mucho tiempo viendo mi mundo infantil desde aquella pequeña altura. Un día subí, no sé cómo, a una niña amiga mía a la rama más alta y luego no la podía bajar. Y para que no me castigaran le eché la culpa a Tabú, nuestro galgo, que ajeno a todo ni se enteró de “su” fechoría.

Enfrente del ricino, algo acomplejado ante la prepotencia del primero, había otro arbolito, lacio, de flores amarillas, cuyo néctar me gustaba chupar, y al que llamábamos cariñosamente “el gandul” por sus ramas alicaídas. No sé por qué, pero siempre le tuve lástima a este árbol. Quizás él lo sabía y me premiaba con sus dulces flores.

Un banco adosado a la pared, todo él decorado con conchas rizadas de colores, recogidas por mí en la playa, completaba la decoración.

Pero en el pequeño jardín también había pobladores de la fauna animal. Teníamos una tortuga, llamada Cleopatra, que siempre estaba pensativa. Creo que era una filósofa estoica. En un tiempo, apareció por allí un camaleón, debió traerlo alguien, que nos miraba con cara de pocos amigos. Y un buen día dejamos de verlo. Alguien se lo volvería a llevar. Felinos teníamos unos cuantos. Estaba Teseo, un gatito rubio que recogí recién nacido un día viniendo del colegio, y al que alimenté con un biberón de juguete. También tuvimos otro, cojito debido a los malos tratos, igualmente recogido. Una gata muy vieja, pero que cada dos por tres nos sorprendía con una nueva prole, y por último, un gato enorme con rayas atigradas en tonos grises, al que pusimos de nombre, lógicamente, Tigre. Era el auténtico señor en la fauna del jardín.

En la primavera nos visitaban las mariposas. Si eran blancas daban buena suerte o nos anunciaban que recibiríamos cartas. Los pajaritos venían a picar las flores del gandul y, a veces, veíamos brillar alguna luciérnaga escondida entre los dondiegos en la noches de verano. Es lo que recuerdo con más añoranza: el perfume de aquellas flores, de las cuales se llenaba el jardín, semejantes a blancas estrellas. Era una delicia estar allí en cuanto atardecía. Incluso ahora siento cierto fetichismo por estas flores. Su perfume me recuerda aquel jardín, plantado totalmente por mi madre con manos de hada, y aquel tiempo feliz de mi niñez que ya pasó.

Ese jardín ya no existe. Al derribar la casa, para construir un edificio de pisos, él también fue destruido, con sus flores, sus árboles, sus pequeños habitantes… Pero yo estoy completamente segura de que su alma aún sigue vagando por allí

Publicado en el libro «Algo que decir» vol II, Ateneo R. del marítimo, 2008.
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