El viejo león

¿Qué pensaría el viejo león, dormitando perezosamente, mientras, de vez en cuando, miraba triste y con indiferencia a su alrededor? ¿Acaso en tiempos remotos cuando feliz recorría alegremente la extensa sabana, ondulante como un mar vegetal e inundada por el ardiente sol africano semejante a un disco de oro refulgente,  acompañado de aquellos queridos congéneres que jamás volvería a ver? Su cansada mente voló con nostalgia lejos de aquel lugar donde se hallaba para volver, una vez más, a su África querida.

Allí había nacido primogénito de un rey león y una brava leona cazadora. Era el mejor cachorro de la real camada y, como tal, creció fuerte, robusto. Su vida transcurría placentera aprendiendo con presteza todo lo que sus pacientes mayores le enseñaban. Mimado por todos, fue reconocido a medida que crecía como gentil príncipe heredero y futuro monarca de aquella manada feliz.

Al transcurrir de los años se convirtió en un joven león de bella estampa, oblícuos ojos, cual amarillos topacios, y dorada y larga melena al viento. Gran cazador, era temido y admirado por su fortaleza y valor probados pero también por su gran generosidad. Su especie no mataba por maldad o causar daño. Era solamente un medio necesario de subsistencia siguiendo las leyes que la naturaleza les había impuesto.

Por primera vez sintió el amor, sensación desconocida hasta entonces para él, llenando su ilusionado corazón de una felicidad que jamás había experimentado. Y al llegar la siguiente primavera, una nueva generación real de alegres cachorros vino al mundo al unirse a la joven y hermosa leona que su corazón eligió por compañera para el resto de su vida.

Y así fueron pasando los años en  armonía y paz  hasta que, llegado el momento,  por derecho de sucesión, heredó del anciano rey el cetro y la corona. Y con gran sabiduría, desde que se hizo líder de la manada,  supo guiar a los suyos librándolos de todos los peligros existentes, sobreviviendo a terribles sequías, épocas de hambre, pavorosos incendios en el bosque, largos y fríos inviernos, y encarnizados enemigos. El valeroso y prudente rey, velando por los suyos y gobernando con justicia y amor, se sabía querido y respetado por todos.

Pero un día fatal, en su pacífico reino apareció un nuevo peligro amenazante: cazadores humanos. Seres desconocidos para ellos que rompieron la paz de aquel paraje llenando de terror a la manada. Contra ese peligro, hasta entonces ignorado, aquellas criaturas no sabían combatir, se hallaban impotentes por completo. Sólo el joven rey león, sintiéndose responsable de todos ellos, luchó como nunca lo hiciera por defender a su grupo de aquellos desalmados que, sin entender la razón de su maldad, atacaban a inocentes leones, jóvenes madres, tiernos cachorros. Pero su titánica lucha, llena de bravura, fue en vano y finalmente, herido y exhausto, cayó vencido en aquella pelea desigual.

¡El señor de la selva había caído!

Humillado y envuelto en fuertes  redes fue arrancado sin piedad de aquel pedazo de África en que naciera, separado de su querido pueblo y llevado lejos hacia tierras ignotas donde allí le aguardaba su triste destino: una estrecha jaula de espesos barrotes y, como único horizonte, jaulas y más jaulas con seres de mirada triste y existencia inerte.

Despojado de su dignidad real y de su linaje, fue exhibido ¡trofeo de los hombres! como pieza ejemplar en aquel parque hostil ante la mirada indiferente de curiosos humanos ajenos totalmente a su tragedia.

Y ahora, que ya habían pasado tantos años, dormitando al sol, el viejo y cansado rey león tan sólo esperaba que llegase suavemente hasta su jaula un último visitante: la muerte como piadosa salvación.

Carmen Carrasco.
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