La naranja

El invierno en Valencia es casi como una primavera. El sol, perezoso en otras latitudes, se levanta temprano y extendiendo sus numerosos brazos, cual si de una diosa hindú de tratase, alegra toda la ciudad y la transforma en una flor mediterránea rica en matices de colores. Y al unirse al azahar de sus naranjos semeja un vergel que se mira en el mar, su eterno enamorado. Valencia y el Mediterráneo: hermoso binomio de la Naturaleza.

Me encanta pasear por la ciudad, por sus largas alamedas o jardines. Es mi deporte favorito; en realidad, el único deporte que practico. Y cuando encuentro en mi camino un árbol frondoso, me acerco a él y me cobijo unos instantes bajo sus ramas. Ello ensancha mi espíritu, noto que me llena de energía positiva y de paz y, bajo su influencia bienhechora, miro el presente con cierto optimismo. El futuro prefiero dejarlo entre sus sombras.

Una mañana en que me hallaba dando mi habitual paseo por una avenida sembrada de naranjos, sin saber por qué, me detuve a contemplar especialmente uno de aquellos árboles cuajado de hermosas naranjas. Una de ellas en particular llamó poderosamente mi atención, quizá porque era la más grande y brillante de todas y se distinguía entre las demás por su intenso colorido. Casi incitaba a cogerla cual si fuese la manzana tentadora del Paraíso. Y sin querer, acudió a mi mente el recuerdo de aquella otra naranja, objeto deseado de mi niñez. ¡Cuántos años han pasado desde entonces! Pero esa vieja escena  quedó grabada en mi mente infantil para siempre.

Con ojos deseosos contemplaba yo aquella mítica naranja en manos de una niña sentada al sol en la puerta de su casa. Grande, perfectamente redonda, armoniosa en su forma como una Venus vegetal, aromática, dorada… Mis ojos, como hipnotizados, no podían apartarse de ella. Jamás había visto una naranja tan grande y deseable. Con parsimonia, la chiquilla se puso a pelarla con sus menudos dedos, dispuesta a deleitarse con el delicioso sabor que en su interior encerraba la fruta. Poco a poco se iba abriendo la naranja y sus gajos, medias lunas ricas de zumo y pulpa, comenzaban a surgir incitando a succionarlos. La niña, con delectación, iba saboreando los gajos uno a uno mientras algún hilillo dorado caía de las comisuras de sus labios como si fuera una lágrima de la fruta al morderla. Las plantas, como todo ser vivo, tienen sus sentimientos. A mí también se me hacía la boca agua; tal  era el deseo que sentía por aquella fruta prohibida para mí.

Yo seguía sin apartar mis ojos de aquella naranja, simbólico premio áureo con que el poeta  obsequiara al borriquillo Platero. También yo hubiese querido un premio áureo como aquél, mas no estaba al alcance de mi mano. Las circunstancias no lo permitían. Pero mi inocencia de niña no entendía aquella realidad y lo único que deseaba era una naranja como la que tenía ante mis ojos, de la que no se me ofrecía ni siquiera un solo gajo para aplacar el anhelo de probarla.

Poco a poco, la niña acabó con el último gajo, hasta que de la naranja tan solo quedó un recuerdo en mi mente infantil. Y con el deseo insatisfecho y un aire de tristeza, me volví a casa. Algún día quizá yo también podría tener una naranja como aquella. Al fin, yo también obtendría mi pequeño premio áureo. Aquél  que todo niño debiera recibir, incluido el derecho a ser feliz y ver realizados sus sueños y deseos. Después… la vida se encargaría de traer frustraciones y anhelos no realizados.

Y quizá sea una reminiscencia de mi niñez, o tan solo una casualidad, pero ahora, que ya ha pasado toda una vida, cuando voy a comprar fruta, sin darme cuenta pido rotunda: ¡Quiero naranjas! ¡Las más grandes!

© 2008 Carmen Carrasco. Todos los derechos reservados