La planta

Amaneció un día radiante de temprana primavera que invitaba a salir del ostracismo invernal, más espiritual que físico, y llenarte del prana bienhechor de los rayos de un sol mañanero cansado de andar tanto tiempo escondido entre nubes. Contagiada del ambiente, me dispuse a dar un largo paseo por la hermosa avenida cercana a mi casa, un prolongado jardín caminando esperanzado hacia el mar en busca de sus mediterráneas aguas.

El cielo comenzaba a entoldarse con un verde incipiente, celaje de hojitas tiernas recién nacidas, y humildes florecillas silvestres dibujaban en la tierra un mapa vegetal de variadas tonalidades.

Parejas de afanosos pájaros preparaban sus nidos, cálidos hogares para sus polluelos, mientras iban componiendo una inacabada sinfonía de trinos que animaban el ambiente y acallaban un tanto los estridentes claxons de los coches, urbana sinfonía.

La Naturaleza despertaba de su letargo invernal y Flora inundaba de alegría cuanto su pie iba pisando y teñía de rojo los corazones que aún creen en ella y conservan alguna ilusión.

Yo me sentía feliz. Adoro todo lo que nace y la primavera es vida.

De pronto, me detuve frente al escaparate de una pequeña floristería, aledaña al paseo, atraída por la belleza de una planta de brillantes hojas turgentes, de un verde vivísimo, que llamó poderosamente mi atención. No es extraño. Soy una gran amante de la Naturaleza, siempre madre, aunque nosotros los humanos a veces no sepamos apreciar el maravilloso mundo en que vivimos. Volviendo a la planta objeto de mi curiosidad, aparte de hermosa, poseía un algo especial, algo emanaba de su ser que me tenía como hipnotizada sin dejar de mirarla ni poder apartarme del cristal que me separaba de ella. Así que, decidida, resolví entrar en la floristería y adquirirla.

Al cogerla entre mis manos noté cómo fluía de sus hojas un aire cálido que me envolvió en una atmósfera irreal y relajante. Fue una sensación extraña, nunca sentida, que duró tan sólo unos momentos. Repuesta de mi ¿alucinación?, con la planta abrazada y protegiéndola para que ninguna hoja se le quebrara por el camino, regresé a mi casa contenta con mi adquisición.

Tengo una pequeña terraza donde conviven en armonía buganvillas de varios colores –rojas, amarillas, moradas, naranjas-, plumbagos, ibiscos, un lindo jazmín… Y entre esta naturaleza vegetal en miniatura coloqué a mi recién adquirida planta que, al recibir los rayos del sol y mis cuidados, fue creciendo más cada día hasta llegar a convertirse en la reina de todas las demás. Algún día – pensaba-, de entre sus hojas nacerá una hermosa flor que alegrará mi espíritu y mis ojos al mirarla siendo un nuevo ornato en mi pequeño vergel.

Por supuesto, desde el primer instante pasó a ser mi preferida. Tenía, como dije, algo especial. De ella emanaba un halo misterioso que me retenía a su lado contemplándola largamente. Incluso, en mi admiración, llegué, obnubilada, a hablarle cada vez que salía a la terraza y me acercaba a ella. Era un monólogo de admiración. Una letanía de alabanzas a su belleza. Y un buen día, sin apenas darme cuenta, me hallé contándole cosa mías y de mi vida, plena de vivencias; ilusiones, fracasos, ideales, subidas de vértigo y caídas estrepitosas, a lo largo de mi existencia. Era como una terapia. Tenía frente a mí un amiga, inmóvil, callada, que escuchaba con atención cuanto mi alma cansada le iba contando. Y me hacía la ilusión de que oía mis palabras y sentía, como yo, mis penas, alegrías, o la rutina que acompaña de continuo nuestra vida. Había hallado, en la soledad de mis últimos años, la perfecta confidente.

Cada mañana, al despertar, esperanzada por encontrar la ansiada flor, iba a darle los buenos días y desearle una hermosa jornada de sol. Ya formaba parte de mí, de mi entorno. Necesitaba de su existencia en la mía, hacerle una y mil confidencias creyendo, ilusa, que me comprendería y quizá, alguna vez, se obrase el milagro de que su alma vegetal, compenetrada con la mía, rompiese a hablar una mañana. Fantasías de mi mente soñadora que tiende a dar vida a cuantos objetos de mi alrededor amo.

Y así, entre íntimos coloquios con mi planta, fue transcurriendo la feliz estación de primavera que, llegada a su fin, dio paso a los largos días de un tórrido verano que, poco a poco, iba dejando reseca a la Naturaleza. Cada mañana daba de beber a mi sedienta planta ¡agua de la vida!, pero, al ser tan sensible, pese a mis continuos cuidados y animosas palabras de aliento, empezaba a sentir el exceso de calor de un sol implacable sobre sus tiernas hojas. Yo también había perdido la esperanza de ver un día la hermosa y deseada flor nacida de su ser. Sus hojas apenas tenían ya fuerzas para sostenerse enhiestas y, ajada su lozanía, caían lánguidamente rozando el suelo que generoso sostenía su desmayo.

A medida que avanzaba el estío, mi querida planta iba perdiendo todo el vigor y su vida se apagaba lentamente sin yo poder hacer nada por quien tantos ratos alegró mi espíritu al contemplarla y fue mudo testigo de mis monólogos, pareciéndome incluso que escuchaba y comprendía mi sentir.

Y una mañana, en que salía a la terraza esperanzada por ver a mi planta reverdecida de nuevo, encontré sus hojas desparramadas y sin vida. La planta había fenecido. Pero, en medio de sus hojas yertas, dejó como ofrenda póstuma de su gratitud hacia mí, ¡una maravillosa flor!

Esa mítica flor que cada día al despertar esperaba ver brotar de entre sus hojas y que hoy, ya marchita, entre las páginas de un viejo libro vuelvo a contemplar.

Carmen Carrasco Ramos
Valencia, mayo 2010

Dedicado a doña Mª Orlinda Montiel, presidenta de la Sdad. Protectora de Animales y Plantas “San Francisco de Asís”, por su espléndida labor desarrollada a lo largo de más de cuarenta años.