Hace un tiempo gris y en estas tardes tristonas suelen asomarse los recuerdos del pasado. Son como fantasmas que aguardan agazapados deseando aparecer cuando a nuestras mentes desprevenidas acuden las nostalgias.
Hoy, inesperadamente, se ha asomado a mi alma una de esa apariciones queridas que acompañaron mi infancia ya lejana. Un ser inanimado a quien con mi fantasía de niña hice cobrar vida: mi vieja muñeca de trapo. Querido y único juguete que conservo de mi niñez. Todos ellos fueron desapareciendo, casitas, menajes, cocinas, diábolos, demás muñecas, todos menos ella. La graciosa muñeca que me hizo mi madre, ser irrepetible para mí que parecía salida de un cuadro de Romero de Torres, cuando yo tenía apenas cuatro años. Pequeña, el palmo de mi mano, pizpireta, con grandes ojos expresivos y unas trenzas rubias de lana rematadas con lazos de seda. Era mi juguete preferido. Afortunadamente, siempre tenía otras cosas con que entretenerme, incluidos los cuentos, ya que me encantaba leer, y una preciosa Gisela, más linda que la Mariquita Pérez, que era casi tan grande como yo. Pero aquella muñeca era única. Su alma de trapo hablaba con la mía y juntas jugábamos horas y horas sin cansarnos en el pequeño jardín de mi casa. Cuántas veces mi madre me sorprendía hablando en voz alta con ella, manteniendo una conversación como si se tratase de otra niña como yo. En realidad, así la consideraba. Si yo me sentía contenta, la muñeca también lo estaba. Si algo me hacía gracia, ella reía conmigo. Y si, por cualquier motivo, ese día no era muy feliz, mi muñeca parecía entristecerse también y permanecía quieta sentada en su sillita.
Le hacía infinidad de vestiditos y demás adornos, la cambiaba de peinado, le cantaba para que se durmiese. Y cuando ya pensaba que estaba dormida, la guardaba en su baulito azul, rodeada de todas sus cosas, y me despedía de ella hasta el día siguiente. Era una simbiosis entre las dos. Yo no podía vivir sin ella.
Recuerdo que en cierta ocasión me llevaron a la playa y, naturalmente, ella vino conmigo y juntas nos fuimos a bañar. Con tan mala fortuna que se me escurrió de las manos y la perdí. Mis llantos se oían en toda la playa y comenzó a acudir gente para buscarla, hasta el extremo que llegaron a pensar que había ocurrido una desgracia. Al fin, alguien, en forma de Providencia, la pisó y vino a entregármela ante el alborozo de todos los presentes. Yo salí corriendo hacia la orilla, dándole besos a mi salvada muñeca, y ya nunca más la volví a sacar de casa. Era un tesoro demasiado grande como para volver a perderlo.
Ya de mayor, durante un ameno curso que hice de Oratoria y Relaciones Humanas, en una de las sesiones pidieron que aquel día la charla tratase sobre algo muy querido para nosotros y lo llevásemos para mostrarlo. Yo tenía muchos objetos estimados, unos regalados, otros adquiridos, pero entre todos elegí a mi vieja muñeca de trapo, el más apreciado entre todos. Aquellas personas, compañeros de curso, todos importantes por su posición y su valía, se quedaron un poco sorprendidas pero me felicitaron porque les había encantado la charla y todos, como volviendo también a su infancia, querían ver de cerca a mi sencilla muñeca.
Hoy, que han pasado tanto años, sucedido tantas cosas y perdido a tantos seres queridos, he sacado de su cajita a mi muñeca -el baulito ya no existe- y emocionada la contemplo. Es como si el pasado feliz retornase de pronto. Ella sigue exactamente igual, con sus expresivos ojos, sus trenzas, su tacto cálido. ¡Cuántas horas de compañía y felicidad me dio!
Por eso, mi deseo es que el día en que, a imitación de la metáfora egipcia, yo parta para occidente, tan sólo quiero llevar conmigo, y así poder estar para siempre juntas en la eternidad, a mi querida muñeca de trapo.
Publicado en el libro «Algo que decir», Ateneo Blasco Ibáñez, 2008.
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