Pasado el solsticio de verano, el día 21 de junio, nos hallamos, pues, ante un largo y cálido, yo diría más bien, tórrido estío. Si se me permite, dándomelas de “saberuda”, solsticio viene del latín solsticium: el Sol se detiene. Es un fenómeno astronómico que marca el inicio de los meses más cálidos del año debido a que el Sol proyecta su luz sobre la máxima longitud de la Tierra. Este fenómeno se da hace más de 4.400 millones de años. Esa noche se considera mágica y en numerosos países se celebran ritos y tradiciones pues se tiene la creencia de que las hadas y deidades andan sueltas por los campos.
Otra tradición es la de escribir en un papel un deseo, quemarlo o tirarlo al mar y seguro que… todo va a seguir igual. Pero la ilusión quedará intacta hasta un nuevo año en que repetiremos el ritual. Somos así de crédulos.
Yo también escribí en un papelito mi deseo y lo tiré al mar, pero no os digo lo que pedí. Bueno, si se me concede, prometo decíroslo en el próximo solsticio.
Bien, y prosigamos con el verano, que este año tenía prisa por llegar y se nos ha adelantado. Con su ambiente alegre y colorista, despreocupados bañistas disfrutando de estos hermosos mares con que generosa la madre Naturaleza nos premió, quizá porque en el fondo debemos ser buenos y nos lo merecemos, y de esas playas de arena fina y dorada que se extienden a lo largo de nuestro país. Adoradores del astro Sol, dejándose acariciar por sus rayos y arrullados por el canto de las olas vistiendo de encaje las orillas de las playas.
Y al atardecer, qué belleza contemplar esas puestas de Sol tiñendo el cielo de tonos rojizos como ardiente despedida hasta un nuevo día en que vuelva a surgir triunfante en su carro de fuego. ¡Ah, el verano! Qué hermosos recuerdos vienen a mi memoria de aquellos felices veranos de antaño en mi añorada ciudad de Melilla.
Nostálgica de los veranos de mi juventud -hoy soy una flor de invierno-, os traigo un relato de estío que bien pudiera habernos ocurrido a alguien de nosotros. Todo es echar a volar la imaginación, esa loca de la casa…
LA ROCA SOLITARIA
Me encantan los atardeceres. Es una hora en que el día se despide lentamente en brazos de un cansado sol dejando tras de sí reflejos rojizos que convierten ese tránsito hacia la noche en unos instante rosados. Quizá sea para hacer menos penoso que su luz nos abandona y el mundo se llena de sombras. Los que hemos nacido en el Mediterráneo, por lo general, somos adoradores del sol y esa hora melancólica del crepúsculo, a veces nos da un punto de tristeza cuando vemos desaparecer por el horizonte los últimos rayos solares.
Antes de proseguir mi relato me gustaría aclarar que yo tengo la suerte de vivir en un pueblecito pintoresco, con blancas casitas, una pequeña iglesia de piedra con santos viejos y una torre cuya campana, la “Cantarina”, alegre repica las mañanas de los domingos. También disfrutamos de un pequeño parque llamado pomposamente “El Edén”, con una fuentecita reinando en medio y cuatro chorros de agua cristalina. En lo alto de la colina se levanta una ermita, muy milagrera, lugar de peregrinaciones y romerías. Y para que todo sea completo, también hay un paseo poblado de altos olmos a ambos lados del camino. Lo que se dice, un pueblo más de los muchos que existen en cualquier parte.
Pero, además de todo lo descrito, mi pueblo está rodeado por el mar. Un mar de aguas verdeazules que han formado unas bonitas calas a lo largo de su costa. Una de ellas, la cala de la Roca, es mi preferida, quizá por hallarse más alejada del pueblo que las restantes. Preciosa, recoleta, como queriendo ocultarse del mundo, tiene la particularidad de que, no lejos de su orilla, emergió hace mucho tiempo una roca solitaria que en medio del mar destaca como si fuera una bella esfinge pensativa. No en vano, tiene esa misma figura cual si fuera un calco de la esfinge egipcia de Kefrén. Una mole llena de grandeza, de fuerza y del temple con que la tierra la formó.
Como ya he comentado, me encanta el atardecer y a menudo vengo dando un tranquilo paseo hasta esta cala y, sentándome sobre la arena, contemplo el ir y venir de las olas mientras el sol se va acercando al horizonte y majestuosamente se mete en el mar. Son maravillosas las puestas de sol desde este lugar y a veces, totalmente relajada, pierdo la noción del tiempo. Afortunadamente, ahora dispongo de todo el tiempo del mundo para mí. Es un premio que me he ganado por mis muchos años de trabajo… y de hojas en el calendario.
Una tarde de estío en que, como otras veces, me hallaba sentada en la playa contemplando el paisaje, el crepúsculo comenzaba a invadirlo todo con sus sombras. Yo me sentía extasiada, en un estado casi de relajación, mirando la roca aislada en medio de las aguas y, en aquellos momentos, cual si se tratase de un ser que tuviese sentimientos, tuve pena por su soledad de años, o siglos, tal vez, de milenios. ¡Pobre roca, qué soledad debía sentir su alma gris!
Sumida en mis reflexiones, oí suavemente como un leve suspiro. Miré a mi alrededor pero allí no había nadie excepto yo. Aquella cala solía ser poco frecuentada. Volvió a repetirse aquel suspiro y, con sorpresa, descubrí que provenía de la roca objeto de mi compasión. De repente, en medio del silencio de la noche -el sol ya se había ocultado dando paso a una hermosa luna llena-, escuché una voz que salía del corazón de granito de aquella roca que hasta entonces había permanecido callada e impasible. Tal vez, pensando que nadie la oiría, lanzó sus lamentos al aire dejando volar su fantasía y sus deseos contenidos durante tanto tiempo. Y sin salir de mi asombro escuché:
-“¡Qué hermoso sería brillar como la Estrella del Milenio, afortunada roca que Gea, madre caprichosa, quiso cristalizar en un hermoso diamante. O, también, poseer el eterno balanceo, frente a mi estática postura, del famoso basalto que permanece siempre en equilibrio, siempre en continuo movimiento. Y, puesta a soñar, ¿por qué no podría ser la Piedra Negra de la Meca, adorada por fieles peregrinos, y así acompañaría mi soledad ese calor humano? O ser una gigantesca estatua de moái, de rostro impenetrable, guardando hermética ante el mundo el misterio de mi origen. También me encantaría rodear de menhires gigantescos, en noches de solsticios, a sacerdotes druidas celebrando en sus templos, a la luz de la luna, sus ritos ancestrales. ¡Qué interesante sería guardar en mis entrañas el secreto arcano que poseyó la Piedra de Roseta! Incluso, ser la roca de Tarpeya, por donde fue arrojada la vestal, o la piedra que arrastraba el desdichado Sísifo cuesta arriba, castigado por dioses vengativos. O, mejor aún, endulzar este ostracismo, al que fui injustamente condenada, convertida en Pan de Azúcar.¡Eso sería maravilloso!
Pero sólo soy una roca solitaria condenada a sufrir los embates de un mar, a veces enfurecido, que estrella su ira contra mí. ¿De qué me sirve lamentarme si jamás mis deseos se convertirán en realidad? Seguiré estoica y resignada mi destino. Seré la humilde roca a quien todo se le ha negado… excepto el derecho de soñar”.
Y la roca, lanzando un último suspiro, cesó en sus lamentos volviendo a ser la esfinge silenciosa e impasible en medio del mar.
No sé si fue realidad o adormecimiento de mis sentidos, arrullada por el rumor de las olas del mar, la tibieza de los últimos rayos del sol hacia su ocaso, el ambiente mágico de aquella cala solitaria… No sabría explicar aquel fenómeno que mis sentidos obnubilados creyeron presenciar. Y, envuelta en una gran paz, abandoné la cala y dedicándole una última mirada a la infeliz roca, emprendí el regreso hacia el pueblo.
Aquella noche, inexplicablemente, sin que ningún medio de comunicación hubiese dado un previo aviso, se levantó un fuerte temporal procedente del mar con olas de grandes dimensiones que arremetieron contra la costa destruyendo parte de ella, hundiendo numerosas embarcaciones y anegando calles y cultivos del pueblo. Jamás había ocurrido cosa semejante en aquel lugar. Ni los más ancianos conocían una galerna como la que habíamos padecido aquella noche.
A la mañana siguiente, una vez aplacadas las iras del mar, todo volvió a la normalidad como si no hubiese estallado tal temporal, pero el panorama era desolador. Yo, con un gran pesar por lo ocurrido la noche anterior, no tenía ánimos para nada, ni nada se podía hacer excepto esperar a que las aguas volviesen a su cauce. Salí, pues, a la calle y me eché a andar sin rumbo. Y, sin proponérmelo, me vi frente a la cala, lugar de mi refugio en los atardeceres. La playa estaba destrozada por completo, apenas quedaba rastro de aquella arena fina y dorada sobre la que yo despedía la puesta de sol y, al dirigir instintivamente la vista hacia el lugar donde debía estar la roca solitaria… ¡No daba crédito a lo que veían mis ojos! ¡No era posible! ¡La roca había desaparecido! No quedaba de ella ni rastro. Aquella hermosa esfinge ya no se erguía estática y majestuosa sobre las aguas. Sólo una especie de remolino señalaba el lugar donde antes había estado situada.
Y, como una ráfaga, de un modo clarividente, me vino la revelación de aquel prodigio. El dios del mar, al oír los tristes lamentos de la roca la noche anterior, se apiadó de ella y con la fuerza de sus embates la arrancó llevándola consigo, hundiéndola en sus entrañas, donde los peces y sirenas la acompañarían para siempre en su soledad.
Y entonces, me sentí inmensamente feliz porque supe que la roca, la esfinge solitaria, por fin iba a ser feliz por toda una eternidad.
LA ROCA
Ser inanimado de la naturaleza,
tu corazón de piedra
también tiene derecho a soñar.
Roca solitaria que el mar baña.
Humilde y desconocida para el mundo
permaneces callada e impasible
en tu ámbito ignoto
que ser alguno viene a visitar.
Nadie admira la grandeza de tu mole
ni la fuerza y el temple
con que la madre Tierra te formó.
Perdida tu mirada gris en lo infinito,
tu corazón de granito acaso sueña.
Y dejando volar tu fantasía quisieras brillar
como la Estrella del Milenio,
afortunada roca que Gea, caprichosa,
quiso cristalizar en diamante.
Tal vez envidias el eterno balanceo,
frente a tu estática postura,
del famoso basalto en equilibrio.
Adorada por fieles peregrinos,
quisieras ser la Piedra Negra de la Meca.
Estatua de moái de rostro impenetrable
que guarda hermética el misterio de su origen.
Rodear de menhires gigantescos,
en noches de solsticio,
a sacerdotes druidas en su templo.
Guardar en tus entrañas el arcano secreto
que la piedra Rosetta poseyó.
O ser el Pan de Azúcar que endulce el ostracismo
al que fuiste injustamente condenada.
Y buscando el calor de los humanos,
no dudarías incluso ser la roca de Tarpeya
por donde fue arrojada la vestal.
O la piedra que Sísifo arrastraba,
rodando eternamente cuesta arriba,
castigado por dioses vengativos.
Pero eres tan sólo una roca solitaria
condenada a sufrir los embates de un mar,
por siempre embravecido,
que estrella su furia contra ti.
Seguirás estoica y resignada tu destino,
humilde roca a la que todo te negaron
excepto el derecho de soñar.
De mi poemario “Versos a la Naturaleza”
Vuestra amiga Carmen Carrasco
Publicado en el periódico Granada Costa Nacional el 27 de junio de 2.022