Un banco al sol

Una plaza soleada. Alegres parterres cuajados de flores que con su variedad de formas y colorido visten el suelo de un bello tapiz vegetal, muestrario generoso de la madre tierra. Una cantarina fuente, derramando sus chorros cristalinos como perlas de agua, reina, cual tótem sagrado, en el centro de la plaza. Palomas retozonas que, revolotean alrededor y lanzan al aire su monótono concierto de zureos monocordes. Risas infantiles de niños jugando a la rueda, rueda. Y viejos. Viejos sentados al sol en los bancos del paseo. Silenciosos, adormecidos, como ausentes de este mundo. Se diría que casi no pertenecen ya a él. Lo dieron todo en el pasado y hoy no les queda ya apenas nada. Tan sólo poseen como fortuna, en demasía, los muchos años transcurridos a lo largo de su cansada vida. ¡Pobre caudal para tan dilatada existencia!

En su juventud fueron alegres muchachos. Vigorosos, raza fuerte y emprendedora. Y la vida, tan grata entonces para ellos, la bebían a tragos como un vino generoso, ávidos de apurar hasta la última gota. Tenían ante sí todo un futuro de esperanza. Y soñando con quiméricas hazañas querían conquistar el mundo entero. Sin sospechar que ese mundo acabaría venciéndolos en toda sus batallas.

Vivieron la ilusión de su primer amor pensando ingenuamente que sería eterno, que jamás acabaría aquel temprano despertar a una nueva emoción, dulce sensación, nunca sentida hasta entonces por ellos. Después, vendrían otras pasiones pasajeras, que como flores efímeras se irían deshojando una tras otra. Hasta que al fin les llegó el verdadero amor, ese que se encuentra una sola vez si tienes la suerte de hallarlo en tu camino. Y, convencidos de haber elegido a la mujer ideal de sus sueños, con ella formaron su hogar, firme pilar para asentar en él el resto de sus días.

Y con su savia de hombres recios crearon nuevas vidas: los hijos. Su nacimiento les trajo una inmensa felicidad sintiéndose plenamente realizados. Ellos alegraron su existencia y les dieron una y mil razones para luchar sin tregua y con desvelo por aquellos seres nacidos de su amor, para tratar de llevarlos a buen puerto con su ejemplo y enseñanzas de hombres de bien. Nada importaban las privaciones ni los sacrificios o deseos a los que habían de renunciar. Todo era poco para ellos, para aquel hogar al que habían entregado generosos cuanto tenían: su juventud, sus ideales, su valía, todo su ser.

El tiempo fue transcurriendo y, una vez hechos hombres sus hijos y formado nuevos hogares, de su viejo tronco ya gastado, una savia nueva les brotó: los nietos. Primavera tardía en su vejez cansada, otoñales brotes de juventud que hicieron renacer sus ilusiones y volcar el caudal infinito de su cariño en aquella nueva generación que volvía a llenar sus vidas de esperanza. Y los amaron como a sus propios hijos, mimándolos como sólo un abuelo con su ternura sabe hacerlo. Sin sospechar que al paso de los años, al dejar de ser niños, vendría la triste realidad: el abuelo se hacía viejo.

Ya no veían en aquel anciano al que antaño fuera el héroe de sus juegos infantiles. El que con infinita paciencia cuidaba de ellos, los llevaba al colegio de la mano. El que los acompañaba al parque, hiciese frío o calor, vigilante de sus juegos como un ángel de la guarda protector. Quien tenía siempre a punto una sonrisa, una palabra de consuelo si estaban tristes y una cálida mano que los acariciara con ternura.
¡El abuelo ya era viejo!

Y ahora, sentados tristes y cabizbajos en aquella plaza, solitarios, ¿qué les quedaba ya? Tan sólo sus recuerdos, sus pensamientos, su soledad. La añoranza de un lejano ayer que fue mejor. El temor de un futuro incierto.

Y en una soleada plaza… un banco al sol.

© 2011 Carmen Carrasco. Todos los derechos reservados