Todas las mañanas, Yasmín, mi perrita, y yo nos damos un largo y relajante paseo en el transcurso del cual generalmente vivimos alguna anécdota, nos encontramos con amigos, paseando también a sus perros, y hacemos nuevas amistades que vienen a engrosar la lista de lo que yo he venido a llamar el Club Canino. Curioso casinillo del que frecuentemente incluso desconocemos nuestros nombres, pero eso no quita para que nos preguntemos al vernos por la salud, sobre todo la de nuestro canes, comentemos sus gracias, y si alguno de ellos muere por ser ya muy anciano, nos solidarizamos con el dueño y lo consolamos puesto que quien tiene en su casa un animal sabe el cariño que se le toma. Viene a convertirse en un miembro más de la familia, y no es tópico. Y él te corresponde con mucho más amor aún. Pienso que todas las familias deberían tener un perro o un gato, si los pueden atender, claro, en su casa. Cambiarían de parecer respecto a estos seres descubriendo el enorme potencial de sentimientos e inteligencia que encierran, dando, por supuesto, más que reciben. Y dejarían de pensar que somos raros o fanáticos los que amamos a los animales y luchamos por sus derechos y contra el maltrato y la explotación que se sigue haciendo de ellos.
El paseo de hoy ha sido muy especial pues hemos vivido una anécdota que ha llegado a emocionarme. A veces dejamos de creer en la bondad humana, que existe, y pensamos que casi todo es indiferencia mezclada con algunas dosis de egoísmo. Craso error. El sentimiento sigue vivo en el corazón de las personas, sean del lugar que fueren y la situación en que se encuentren o cómo las haya tratado la vida. Siempre queda ese fondo de bondad que en un momento determinado sale a la superficie de una manera natural y espontánea. Afortunadamente.
Hoy íbamos disfrutando de una mañana soleada y llena de color y vida como las que tiene Valencia casi todos los día del año. En esto se hermana a Melilla, mi querida ciudad. Raro es el día que aquí amanece nublado y cuando esto ocurre, aun cuando el termómetro marque 20º, al asomarme a la ventana, contrariada comento: ¡Uf, qué tiempo tan malo hace hoy! Se nos estropeó el paseo, Yasmín. Por suerte, no era ese el caso. Gozábamos de un sol que se estiraba como diciendo: Alegraos, humanos, que ya me he despertado y estoy desperezándome a mis anchas para enviaros todo mi calor y llenar vuestra vida de luz.
Yasmín también disfruta mucho con el buen tiempo y corretea feliz como si fuese un cachorro ladrándole a todo el que intenta acercársele, ya sean personas para hacerle una caricia, u otro congénere requiriéndola de amores pues es bonica y famosa en toda la zona donde vivimos. Pero tiene miedo a todo y ésa es su forma de defenderse, ladrando, aunque tiemble de pies a cabeza asustada de sus propios ladridos.
En nuestro deambular, de pronto, al pasar por un supermercado vimos sentada en el escalón a una mujer que pedía limosna, sin mucho éxito, mientras comía un pedazo de pan seco. Cuando no se tiene otra cosa, el mejor aliño es el hambre. Debía ser de algún país del Este por su indumentaria y acento al decirme: Siñora, ayuda. Nos acercamos a ella para socorrerla con unas monedas y al ver a la perrita a su lado se puso a acariciarla y le ofreció un pedacito de su pan. En esos momentos sentí agradecimiento, emoción, rebeldía ante la situación de esta pobre gente, y me refiero a cualquier indigente, que pasa horas y horas soportando el frío o el calor viendo pasar a unas personas que, por lo general con indiferencia, siguen su camino sin fijarse en ellas. Mientras, en su interior una voz, ya cansada de repetir lo mismo, para animarlas a seguir adelante continuará diciendo: Quizá el próximo te dé algo.
Yasmín, no sólo no le ladró como acostumbra sino que agradecida le dio un lametón en la mano a modo de beso. Su alma canina, que la tiene como todas las criaturas de Dios, captó ese acto de amor de aquella persona extraña que compartió con ella lo único que tenía: una caricia y un pedazo de pan.
(Anécdota real)